EL TREN DE LAS DOCE CUARENTA
La otrora estación es hoy una casita blanca y añil, arropada por enredaderas pobladas de rosas y por la sombra de una gigantesca higuera, dos almendros y un parral. Hace ya más de veinte años que se desmontaron los raíles de una línea "ruinosa y obsoleta", tal y como la calificaron los técnicos ferroviarios. Juan y Ana, junto con la pequeña Anita, la ocuparon pacíficamente, restaurándola de acuerdo con la endeble economía de la pareja: él, parado del INEM y ella, ama de casa. Instalaron sus modestos enseres, la limpiaron y se decidieron a vivir, más o menos furtivamente allí. Trajeron cabras, gallinas y varios animales más, con los cuales podían ganarse sus miserables vidas, vendiendo algunos productos en el mercado del pueblo más cercano. Esperaban sacar unos ahorrillos antes de que se produjera el desalojo, decretado por algún juez comarcal a instancia de RENFE. Afortunadamente para ellos, los años pasaban sin que llegara la temida orden. Únicamente habían recibido un par de visitas de la Benemérita, con la indicación de que la estación no era suya y que debían de estar listos para abandonarla en cualquier momento; mientras tanto, ellos harían la vista gorda, siempre, claro, que existiera discreción en todos los órdenes y orden a discreción. El lugar estaba algo retirado del pueblo, a unos siete kilómetros, más o menos, comunicado por una carretera polvorienta, parcheada y grietosa.
Hoy es un caluroso día de comienzos de otoño. Al volver a casa con sus cabras, a Juan le da un vuelco el corazón: sentado en el viejo banco de madera hay un hombre trajeado, encorbatado y con un maletín, esperando. Juan se teme lo peor: es un enviado de RENFE que viene a comunicarle la orden de desalojo inminente. Encierra a los trece animales en el corral, ahuyenta a "Leo", el perro y se decide a encarar su suerte. Va hacia el desconocido y le pregunta con una cierta turbación en el habla:
– Buenas... ¿Me esperaba?
El hombre gira su cabeza para mirarle y, con una cierta indiferencia o menosprecio, contesta algo que Juan nunca podía imaginarse:
– No. Yo espero el tren de las doce cuarenta.
Juan no da crédito a lo que oye, aunque enseguida se repone de su asombro.
– Es una broma... ¿no?
El desconocido vuelve a mirarle con seriedad.
– ¿Por qué habría de bromear con usted? Yo no le conozco.
Juan sonríe, gira la cabeza, piensa que el hombre es un redomado farsante y mira la senda empedrada, llena de jaramagos y otras hierbas.
– Ya no quedan ni los raíles. Hace cinco años vinieron, los desmontaron y se lo llevaron en un gran camión. Dijeron que los venderían como chatarra. Ahora, como ve, es una vía verde para caminantes.
El hombre mira al mismo sitio. Durante unos segundos calla.
– Yo creo que es usted el que quiere quedarse conmigo. Yo veo los raíles en su sitio y además me han vendido esto en la taquilla – saca un billete de tren y se lo muestra a Juan.
Éste lo coge incrédulo, lo mira y, efectivamente, se da cuenta de que corresponde a la estación y al tren que presumiblemente espera. No acierta más que a balbucear:
– No sé... no lo entiendo.
Le devuelve el billete. "¿Qué locura es está?, ¿estaré soñando?", se dice. Él mismo derribó las paredes de la taquilla de venta de billetes con el objeto de cortar una habitación para Anita, su hija de seis años. No entiende nada. El billete puede ser una falsificación y el tipo un loco de remate que quiere confundirle, mas, ¿qué le importa a él?, las doce cuarenta llegarán pronto, el sujeto se dará cuenta de su error y se marchará, seguramente, andando al pueblo. A él sólo le embriagaba el temor al anuncio de un desalojo y, al parecer, el desconocido no está allí por ese motivo. Decide entrar en la casa, pero antes, para asegurarse plenamente, le pregunta:
– Así que… entonces, ¿usted no es de RENFE?
El hombre le mira con sorpresa.
– ¿Yo de RENFE? ¿Tengo, acaso, pinta de ferroviario?
– No, perdone. Bueno, voy a seguir con mi tarea. Hasta luego.
– Adiós, amigo.
Ana está en la cocina cuando llega Juan. La encuentra de espaldas, mientras ella corta y lava la carne en el fregadero del mueble. Tras el consabido "ya estoy aquí", Juan le pregunta:
– ¿Desde cuándo está ese hombre ahí fuera esperando?
– ¿Qué hombre? Yo no he visto a nadie.
– ¿Estás segura? Hay un señor ahí fuera. Dice que espera el tren de las doce cuarenta...
Ella sonríe al escucharlo.
– ¡Vamos, es otra de tus ocurrencias!
– ¡No! ¡Es verdad! – Juan empieza a contarle la conversación anterior. De pronto, deja de hablar, gira la cabeza, ladea su mirada y se queda inmóvil.
– ¿Qué te pasa? -le pregunta su mujer.
– ¿No oyes nada?
– ¿Qué he de oír...?
– ¡¡El tren!! ¡Suena el tren!
Juan se precipita hacia la salida. Ana, que no entiende nada, corre tras él. La pequeña, oyendo las voces, sale también desde su cuarto.
Afuera ya los tres, él mira al banco. El hombre ha desaparecido. Juan dirige su mirada ahora en dirección al camino empedrado. Intuye algo de humo tras los robles. Ana le observa intranquila. Ahora Juan oye el silbido del tren, todavía cercano, y corre por la dificultosa senda levantando piedras a su paso. Espera confirmar su visión tras la curva. Ana empieza a intranquilizarse.
– ¿Adónde vas?– le grita.
Juan llega a tiempo de ver la caravana negra a lo lejos, haciéndose cada vez más diminuta, oliendo a carbón quemado en el ambiente. Regresa cabizbajo a la estación-hogar. Ana sale a su encuentro, lo abraza, le pone la palma de la mano en la frente y repite intranquila:
– ¿Qué te pasa?
Él, pensativo, sólo acierta a balbucear:
– ¿No lo oíste... no lo viste... no lo hueles?
Ella sabe que debe normalizar la situación.
– Vamos; estás muy cansado. Te he preparado una jarra de vino con alcaparrones.
Cuando llegan frente a la casa Juan ve algo moverse por entre las piedras.
– ¡Mira!
Va rápidamente a recoger algo. Vuelve y se lo enseña a Ana.
– Mira, ha perdido su billete.
Ana coge un ennegrecido billete de ferrocarril. "Todavía quedan algunos de éstos semi enterrados por ahí", piensa. Ella recogió bastantes en los primeros tiempos de ocupación de la estación. Eran de muchos viajeros que, al apearse, los tiraban. Hacía años que no veía uno.
– ¿Ves? ¿Te convences ahora?
Ana deja para otro momento el explicar a Juan su desatino. Piensa que tal vez el calor del campo haya afectado la cabeza de su marido. Contesta tibiamente:
– Sí... es verdad. – y con otro tono más vivo– ¡Vamos adentro!
Pero Juan aún no está satisfecho:
– A este raíl le faltan dos tornillos... allí, un madero... Mañana recibiré al tren de las doce cuarenta... al menos eso espero.
© Antonio Gómez Hueso