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Semblanza del poeta Pedro Iglesias Caballero (1893-1937)
(A Antonio Gómez Hueso)
Era, limpio y bruñido, un canto de diamante,
templo encumbrado al sol primero del edén,
juncal jinete a lomos de un etéreo corcel,
pegaso de compás y paso luzandante.
Era, fulgor de plata, una mirada fiel
amante de los lirios que, en ardor vertical,
estallan y redimen del viejo muladar
el estiércol de rosas tronchadas del vergel.
Era, en pródiga siembra de verbo candeal,
una voz barcinante de perlas y de brillos
que, aromada en dulzores carnales de membrillo,
aventaba áureos granos en parva cenital.
Y era, fino hilandero de gráciles ovillos,
bordador de caminos sin sábulos ni abrojos,
por donde caminaban campantes, a su antojo,
graciosos y valientes, sus versos cual chiquillos.
Yo, asomado a los hondos brocales de sus ojos,
he sabido de un cielo cuajado de almalbores
y espejos que irisaban de límpidos colores
una tierra sangrante de cálices y brotos.
De los claros ajimeces de sus miradores
he ascendido en la estela viajera de sus niñas,
y he robado en las copas de los pinos las piñas,
y he cortado la flor más alta en los alcores.
Llevaba en sus alforjas la luz de la campiña,
el misterio balsámico de la pulpa perlada,
y en sus manos la sombra sarmentosa y alada
de los pámpanos verdes lairenes de las viñas.
En su voz la canción del agua apresurada
al encuentro amoroso de las tornas sedientas,
que colmaba de pomos milagrosos las huertas
en su místico afán de ascender vaporada.
Aderezo de hinojo, de meloja y pimienta
corre en los cangilones perfectos de su noria,
manando, chorreadores, dulces caños de gloria,
besos en almorrones de frentes macilentas.
No conoció los sorbos amargos de achicoria,
pues, cuando reventaron, mortales, los claveles
del odio, se fue encima del carro de Cibeles
a dormir en la espuma fugaz de la memoria.
La diosa, como a Atis, lo revivió en laureles,
ofrendas de canéforas y albas lanas merinas
surcando la realenga celeste aguamarina,
senda de los aromas sedosos y pasteles.
Cuando la luz del alba toca sus ocarinas,
y despiertan las alas prendidas como hogueras,
él, con su novia Carmen, pintan la sementera,
esparciendo aserrines de estrellas bailarinas.
Los vierte, complacido, en las púrpuras ojeras
de los poetas verdes, que apuntan con el día
su mirada a las cumbres buscando la poesía
lloviza que les cure el dolor de la quimera.
Así ejerce su oficio en la sutil cofradía
de gloria donde ingresan puros ángeles vates,
servidores del verbo en su desfile triunfante
por las altas cañadas de la filantropía.
Pedro es un canto limpio y bruñido de diamante,
templo encumbrado al sol primero del edén,
juncal jinete a lomos de un etéreo corcel,
pegaso de compás y paso luzandante.
José Puerto Cuenca