NEGROCARBÓN Y
LAS SIETE GIGANTAS
I. NEGROCARBÓN
En una pequeña aldea de un país lejano, vivía un niño de tez morena, sonrisa clara y saltarina figura. Su nombre era Negrocarbón. Le llamaban así porque, desde muy pequeño, fabricaba carbón para la buena gente del lugar. Con su carreta cargada, iba diariamente cambiando su producto por nueces, aceitunas, leche, queso y mil cosas más. ¡Oh, cuánto le daban!
En sus ratos libres, nuestro amigo iba al campo, jugaba con los animales, plantaba árboles y reía con el sol. ¡Qué maravillosa era la tierra y qué linda su aldea! Todo permanecía puro y libre, tal y como había sido creado.
II. CAMBIOS
Un día regresó de un largo viaje un vecino llamado Timoteo.
–¡Atención todos! ¡Venid, venid! ¡Tengo algo que enseñaros!
El recién llegado convocaba a gritos, en medio de la plaza, a todos los habitantes de la pequeña aldea. Poco a poco, un corro de gente le rodeaba. Negrocarbón estaba entre los que acudieron.
–¡Ya no necesitáis ensuciar vuestras casas con el carbón! ¡Ya no necesitáis dar alimentos a cambio! ¡Esto –mostró un raro instrumento– es algo mucho mejor para dar calor! Se llama estufa y la compré durante mi viaje por las tierras de las Siete Gigantas. Puedo venderos todas las que hagan falta.
Timoteo siguió enseñando el manejo del nuevo objeto. Negrocarbón, serio, se marchó, mientras oía las exclamaciones de los vecinos:
–¡Yo quiero una!
–¡Yo también!
–¡Y yo...!
La aldea cambió. Llegaron más estufas y, con ellas, la electricidad y el gas. Siguieron las máquinas, los coches, las carreteras, los electrodomésticos... La aldea estaba irreconocible. Daba la sensación de que la llegada de estos objetos había cambiado no sólo a cada una de las casas, sino también a las personas. Parecían otras. Iban casi siempre muy deprisa, como autómatas, sin tiempo para nada; se irritaban por asuntos de escasa importancia, no hablaban entre sí, se mostraban nerviosas. Nuestro carbonerito estaba triste y desconcertado.
Llegaron las primeras desgracias producidas por los nuevos utensilios: explosiones de gas, quemaduras, accidentes de coches y muchísimas cosas más, pero, lejos de disminuir, la venta de los asombrosos aparatos continuó. Timoteo había ampliado su negocio y eran ya varios los vendedores.
Negrocarbón estaba muy apenado. Sus amigos no eran ya sus amigos; habían encontrado uno más divertido llamado Televisor y estaban largas horas con él. Su calle no era ya su calle; no podía jugar allí porque circulaban muchos coches. Su gente no era ya su gente; pasaban frente a él velozmente y casi nunca respondían a su saludo. Su aldea no era ya su aldea...
III. EL SUEÑO
Un día, mientras paseaba por el bosque, Negrocarbón se sintió cansado y se durmió bajo un árbol. Tuvo entonces un extraño sueño: él mismo se encontraba con otra persona y... ¡esa persona era también él! Con mucha sorpresa, nuestro amigo exclamó:
–Pero, ¡si eres como yo!
–¡Claro! –dijo el segundo Negrocarbón– ¿Qué importancia tiene eso? Soy tú y tú eres yo.
–¿A qué has venido?
–El Anciano de Barba Blanca, que un día creo éste y todos los campos, se ha enterado de tu sufrimiento. Un pájaro azul le informó. Él es todo Amor y Sabiduría y es el único que puede eliminar tu dolor. Quiere que vayas a verle.
Negrocarbón se mostró extrañado:
–¿Yo? ¿De verdad quiere el Anciano de Barba Blanca verme? Sólo soy un pobre niño.
–Hasta el hombre más sabio y rico de la Tierra es un ignorante y un mísero en su presencia –respondió el segundo carbonerito–. Eres tan importante para Él como el Sol y las estrellas.
–Iré a verle, mas... ¿cuál es el camino?
–No hay camino hecho por el Hombre para llegar a Él. El Anciano te guiará. Me ha indicado sólo que te diga que debes cruzar las tierras de las Siete Gigantas; después, sigue caminando, no intentes buscarlo; entonces, aparecerá su Luz en cualquier momento o lugar.
–¿Las tierras de las Siete Gigantas? Nunca estuve allí. Siempre oí decir que son sitios de desgracias.
–Recuerda que el Anciano te guía. Nada puede ocurrirte. Tengo que marcharme; el sueño termina, una mosca entra en tu oreja. ¡Adiós!
Negrocarbón sintió entonces un picor en la oreja y despertó. Se levantó pensativo por las revelaciones del sueño. Decidió que tenía que hacer el viaje. Marchó corriendo a su casa a preparar su fardo; lo llenaría de frutas y lo colgaría en su espalda. Estaba ya preparado.
IV. EL VIAJE
Inmediatamente, Negrocarbón se puso en camino. Durante muchos días atravesó valles, ríos y montañas. Andando, cantaba y reía; los pájaros revoloteaban a su alrededor; un perro le acompañó gran parte del camino.
El verde paisaje de su tierra fue, poco a poco, desapareciendo y, en su lugar, fue asomando uno más oscuro, sucio y triste. Grandes cortinas de humo, procedentes de gigantescos edificios nunca vistos por el niño, cubrían el limpio cielo; los ríos no llevaban agua cristalina, alegre y juguetona, sino agua ennegrecida, lenta y triste; la tierra estaba sembrada de basura, hierro y alquitrán. No había duda: estaba acercándose a los dominios de las Gigantas.
Al fin, el carbonerito llegó a la capital del oscuro país. Allí contempló un espectáculo increíble: miles de personas que cruzaban frente a él a toda prisa, serias, mudas; altísimas casas que tocaban el techo del cielo, vehículos enormes y extraños, abundantes, ruidosos..., aquello era, en verdad, sorprendente.
De pronto, aparecieron varios hombres uniformados que sujetaron a Negrocarbón y lo metieron en un gran coche, pese a las protestas del niño:
–¿Qué es esto? ¡No he hecho nada malo! ¿Por qué me detenéis?
Nadie respondió a sus preguntas. El coche atravesó la ciudad y llegó a un lujoso y enorme edificio: era el Palacio de las Siete Gigantas. Una vez dentro, y después de cruzar grandes salas y subir altas escaleras, fue llevado a la presencia de la primera Giganta.
V. LA DISCRIMINACIÓN
La Discriminación iba vestida de negro, pero su cara era totalmente blanca. Los soldados se inclinaron respetuosamente ante su presencia. Entonces la reina giganta habló:
–Acérquese el prisionero.
Los soldados se apresuraron a cumplir la orden. Negrocarbón quedó frente a ella.
–Bien, bien, ya te veo: eres un negro.
–No, majestad –respondió el niño–. Soy carbonero y por eso mi rostro está tiznado.
–¿Carbonero? ¿Qué es eso?
–Es la persona que fabrica y vende carbón.
–¿Y qué es el carbón?
–Oh, reina, es una materia que da calor.
–¡Aquí no necesitamos de esa materia! Cuando tenemos frío, usamos estufas eléctricas o de gas, pero... ¡dejemos eso ahora! El hecho de que seas carbonero no justifica tu incumplimiento de la Ley.
–¿Ley? No he faltado a ninguna que yo conozca.
–¡Cómo! –La Discriminación empezaba a mostrar su enfado– ¿No sabes acaso, denegrido, que en estas tierras está prohibida la presencia de negros, chinos, gitanos, indios y de todos aquellos que su rostro no sea blanco?
–No sabía nada, majestad. Yo soy extranjero y en mi valle todos, sea cual sea su color o condición natural, vivimos en paz como hermanos.
–¡Insensato! ¿Qué puede esperarse de un lugar en donde utilizan esa primitiva materia llamada cartón?
Negrocarbón rectificó a la reina:
–Carbón, majestad.
–Carbón, cartón, ¡qué más da! Atraso es, de cualquier modo. Mi misión es velar por el mantenimiento de la raza blanca, la única pura y elegida. Todos los que no tienen este color son criaturas perversas, endemoniadas, que buscan el mal para esta nación. Tú, insolente extranjero, eres uno de ellos y, como tal, te condeno a prisión hasta que el color de tu piel cambie. ¡Ja, ja, ja! ¿Tienes algo que alegar?
–Permitidme, reina, que os diga lo muy equivocada que estáis. El Anciano de Barba Blanca, creador de todos los mundos, hizo brotar en la Tierra animales y plantas de variadísimos colores y condiciones para que juntos vivieran en paz. Las personas tenemos diferentes colores de piel, pero nuestros corazones son de un sólo color y palpitan de idéntico modo. No deberíais obrar así.
–¿Cómo te atreves a criticar a una reina? Mi sentencia está dicha: prisión. ¡Soldados!: ¡Llevadle a mi segunda hermana!
VI. LA CONTAMINACIÓN
Llevaron a Negrocarbón a otra sala. No había nadie allí Esperaron durante bastante tiempo. Al fin, un soldado anunció:
–¡Atención! ¡Su majestad, La Contaminación!
La reina apareció entre una cortina de humo, acompañada de dos ministros. Llevaban máscaras antigás ocultando sus rostros, y sus ropas estaban sucias. Los soldados se inclinaron de nuevo, respetuosamente.
–¿Quién eres tú? –preguntó la reina mirando al niño.
–Me llamo Negrocarbón y vengo de un lejano país.
–¿Sabes quién soy?
–No, majestad –respondió humildemente Negrocarbón– Soy, como os he dicho, extranjero.
–¡Estás ante la Giganta Contaminación! ¡Mi labor es muy importante! Fabrico los residuos, desperdicios y humos y los lanzo al exterior. Separo todo lo que no sirve de las cosas, todo lo malo. Sin mí no es posible tener lavadoras, ordenadores, coches, televisión... ¡sin mí la civilización no podría existir!
–Pero, los residuos matan a los peces del río, el humo ahoga a los pájaros y envenena los pulmones de las personas, la basura acaba con la verde hierba. ¿No creéis, reina, que el perjuicio supera al beneficio?
–Debes vivir, desde luego, muy lejos para decir semejantes tonterías. Hay mucha hierba en nuestras tierras y la necesitamos poco; los pájaros, ¡que se vayan a las montañas!; en cuanto a los peces, el mar es muy grande.
–Me temo que también allí habéis llegado ya, majestad. Este país fue antes una tierra verde con cielo azul y manantiales frescos; ahora es un triste paisaje gris y sucio, cubierto de muerte. Habéis matado los pájaros, los peces, la hierba y os estáis envenenando día a día. Quitar algo tan valioso como la vida, que no os pertenece, es una crueldad enorme y tendréis...
–¡¡Cómo te atreves a hablar así a una reina!!– La Contaminación le interrumpió, roja de ira– ¡Soldado!
Uno de los soldados avanzó un paso.
–¿A qué pena ha sido el prisionero condenado por mi primera hermana?
–A prisión, majestad.
–Bien, bien –la reina mostró su satisfacción–. Pues yo, además te condeno a que cumplas la pena en la prisión negra; allí estarás sin luz, sin ventana y con poco espacio para moverte. ¡Ja! Atreverse a criticar a una reina con razones necias. ¡Llevadlo fuera de mi vista!
VII. LA IDEOLOGÍA
La tercera reina que recibió al pequeño carbonero era la Ideología. Estaba escribiendo a máquina en la biblioteca del Palacio. En su largo vestido había impresas páginas de periódicos y libros, con miles de letras, palabras e ideas. Llevaba unas gafas con cristales de color naranja. Los soldados habían llegado con Negrocarbón, pero ella los ignoraba y continuaba con su trabajo. Por fin, al cabo de un rato, preguntó, sin mirar a los visitantes:
–¿A qué ideología pertenece el acusado?
–¿Ideología? No sé a qué os referís, majestad – dijo Negrocarbón extrañado.
–Lo diré de otro modo. ¿Es el reo de derechas?
–No, majestad.
–Bien, entonces es de izquierdas.
–Tampoco, mi reina.
–¡Ah! Eres, pues, de centro.
–Igualmente, no.
–Vaya, vaya, vaya. Otro apolítico en mis dominios – dijo la reina con una sonrisa.
–No soy apolítico, señora.
–¡¡Maldición!! – La Ideología se levantó de pronto muy enfadada y agarró con sus manos el cuello de la camisa de Negrocarbón. – ¿Osas burlarte de una Reina Giganta? Esto te va a costar muy caro.
–No, no, no..., perdón, majestad. He querido ser sincero; no pertenezco a ninguno de esos grupos que su alteza ha mencionado.
–¡Eso es imposible! – dijo la reina mientras soltaba al niño– Aunque no lo sepas, perteneces a uno de ellos.
–¿A qué ideología pertenecen los pájaros, sabia reina?
–¡Tú no eres un pájaro! ¡Se supone que tienes cerebro!
–El hecho de tener cerebro no indica, alteza, que no pueda mantener mi libertad natural como ellos. No estoy dentro de ningún grupo ideológico; las ideologías separan, desunen; al separar, crean odio y además sólo ven una parte de la vida, aquella que concuerda con sus ideas. Vos misma, mi reina, lo veis todo naranja porque vuestras gafas son de ese color. Del mismo modo, quien tiene una ideología no ve la realidad como es, sino como su sistema le dicta. ¡A mí me gusta ver el verde en la hierba, el blanco en la nieve, el amarillo en el sol! ¡Quiero seguir contemplando una negra noche, un mar azul, un rojo atardecer...! ¡Verlo todo tal y como es! ¿Podéis vos hacer eso con nuestras gafas naranjas?
–Llevas razón en que las ideologías se separan. ¡Esa es mi misión: lograr la separación! Dice una frase popular, muy cierta de veras, "divide y vencerás". ¿Cómo podemos controlar a todos nuestros enemigos si no los dividimos? Si eres de derechas, centro o izquierdas, eres político; si no, apolítico. Todas las personas están en uno de estos grupos.
–Perdonad, reina, pero no. Hay una cosa llamada libertad que lleva cada hombre muy dentro y que está por encima de cualquier grupo, aunque estén creados todos los posibles.
–Dejémonos de charlas inútiles. Eres un anárquico...
–Seguís clasificándome – interrumpió Negrocarbón–. ¡Qué manía de clasificar a las personas!
–No vuelvas a interrumpirme– dijo la reina muy seria–. Has dicho mucho en contra mía. Las Ideas son la base la Cultura. ¡Si no hubiera ideologías, no se hubieran escrito libros, no se hubieran construido fábricas, no hubiera adelantado nada la civilización!
–¿De qué le sirven al hombre las fábricas, los libros, las comodidades, si no es capaz de percibir una hermosa puesta de Sol, el canto de un pájaro o la belleza del bosque, si no es capaz de ser feliz? Si civilización llamáis a vuestro horrendo país, ¿merece la pena esa civilización?
–Hablamos dos idiomas distintos.
–Me temo que sí, majestad.
–¡Pero en esta tierra manda mi idioma! Con sujetos como tú, estaríamos aún en época prehistórica.
–Si a vivir libre, en la Naturaleza, dichoso, lo llamáis Prehistoria, ¡maravillosa Prehistoria! Yo sólo digo que ser feliz es lo importante. Quiero continuar mi vida del mismo modo en que estoy viviéndola: libre, en paz con todos, en un valle puro y sencillo.
–Es evidente que eres un agitador de nuestra sociedad y, además, un inculto perdido en sueños. Ratifico, pues, la condena de mis dos hermanas. Llevad fuera al prisionero.
La Ideología se quedó sola. Estaba muy pensativa y empezó a hablar consigo misma:
–Será verdad que...
Se quitó lentamente las gafas. La luz de la sala, aunque era normal, la cegó y tuvo que taparse los ojos. Los fue abriendo poco a poco, sin quitarse las manos de ellos.
–Esta luz me ciega, ¡bah!– se puso de nuevo las gafas– ¡Bobadas!
Se sentó otra vez y reanudó su trabajo.
VIII. LA COMPETENCIA
En otra dependencia del Palacio, se encontraban hablando la Competencia y la Incomunicación, cuando aparecieron los soldados con el prisionero. La primera llevaba puesta una camiseta deportiva con el número 1 y una banda de tela rodeando el tórax en la que se leía la palabra "Premio"; la segunda llevaba la boca tapada con un esparadrapo y asentía con la cabeza a todo lo que le iba contando la Competencia:
–...Llevo, además, en esta semana organizados tres concursos, diez exámenes, cuatro campeonatos deportivos, algunos tests, elecciones..., ¡uf! ¡Qué trabajo el mío! De igual modo, apuestas, festivales, récords...; esto de incitar a la gente a competir es muy bueno para nuestra tierra, pero muy trabajoso para mí. Tú, Incomunicación, sin embargo, tienes un trabajo mucho más reposado: pones en acción a tu general El Televisor, a tu comandante El Reloj, que favorece las ocupaciones y las prisas, a tus primas Las Discotecas y a tus demás familiares: Cines, Bares, etc., y ya tienes cumplida tu tarea de lograr que las personas no se comuniquen tanto –La Incomunicación movía la cabeza y negaba con los brazos, queriendo decir que la cosa no era tan fácil–. Bueno, bueno..., te dejo. Ahí está el prisionero del que antes te he hablado. Voy a interrogarle. Veremos si es tan raro como nos ha dicho nuestra hermana Discriminación. Después te lo pasaré a ti.
La Incomunicación asintió con la cabeza y salió. La Competencia ordenó con fuerte voz:
–¡Traed al preso!
Los soldados cumplieron la orden. La reina giganta dio una vuelta alrededor de Negrocarbón, observándolo detenidamente.
–No pareces poseer aptitudes para competir en algo. Eres débil y tal vez seas corto de mente.
–No quiero competir.
–Mi buen amigo– dijo la reina sonriendo–, la competencia es necesaria para sobrevivir y también ayuda a alcanzar altas cotas, a batir récords. Hay que premiar al mejor para que los demás se estimulen.
–¿Y qué pasa con los que pierden? Para que alguien gane, otros deben perder, ¿no, alteza?
–Los perdedores no tienen sitio en las Tierras de las Siete Gigantas; ellos deben de servir a los triunfadores.
–Quien creó este mundo consideró a todos los hombres iguales; diferentes de forma, porque la vida es variada, pero iguales por dentro: un corazón, un cerebro, un alma... ¡todos iguales! Vosotras habéis inventado las carreras, los premios, los títulos y todos los demás desatinos que conducen a enfrentarse entre sí a las personas, a triunfar unos a costa de otros. Quiero vivir en un mundo donde no haya vencedores ni vencidos.
La Giganta sonrió sutilmente.
–Eres joven y no comprendes aún muchas cosas. Por todo lo que acabas de decir, mereces ya mi castigo, pero voy a ser fiel a mis principios. Dices que la competitividad no es buena, pero, ¿no eres acaso un prisionero que desea verse libre?
–Sí, majestad, no he hecho mal alguno y desearía continuar con mi viaje.
–Pues bien, yo, La Competencia, puedo liberarte.
–¿Cómo?
–Compitiendo, naturalmente. Si vences, serás libre. La competencia no es tan mala como dices; es una ayuda para cualquiera. Voy a hacerte un pequeño examen y te concedo, además la ventaja de que elijas la materia que mejor domines: ¿Arte?, ¿Deportes?, ¿Ciencias?, ¿Historia?... Dime.
–No domino nada de lo que habéis nombrado y no deseo competir.
–En tal caso, ya que no eliges, me veo obligada a hacerlo por ti. Te facilitaré las cosas. No voy a buscarte ningún contrincante. Podías competir con Repelentillo de Oro, un sabio chico, pero estoy segura de que te ganaría con facilidad; en el fondo me caes simpático y quiero darte una oportunidad. Voy a hacerte diez preguntas de temas variados. Para superar la prueba debes de contestar bien, al menos, cinco de ellas; es fácil, pues. Si contestas nueve o diez, conseguirás la calificación se Sobresabiente, la más alta; si aciertas siete u ocho, Noblote, que tampoco está mal; acertando seis, Bienteveo; con cinco, bastantes para quedar en libertad, Sumisiente; con dos, tres o cuatro, Insumisiente y con cero o una, Muy Decadente. ¿Entendido? Con cinco, superas el examen; con menos, pierdes. Tiene tres segundos para contestar a cada pregunta. ¿Preparado?
–¡Qué desatinado está todo! – se dijo Negrocarbón asimismo.
–¡Primera pregunta, Matemáticas!: ¿Cuánto vale el tronco de equis multiplicado por pi, cuando equis sube a alfa elevado a la enésima potencia? ¡Tiempo!
Negrocarbón, asombrado, no contestó. Pasaron los tres segundos.
–¡Tiempo! ¡La respuesta es veintiocho coma ochenta y tres! ¡Segunda pregunta, Historia!: ¿Cómo se llamaba la Giganta que reinó en estas tierras hace setecientos años?
Negrocarbón seguía mudo.
–¡Tiempo! ¡La Crueldad! ¡Tercera pregunta, Lenguaje!: ¿Cuáles son los verbos irremediables?
–Por favor, majestad, dejemos esta farsa.
–¡Tiempo! Respuesta; los verbos nacer, vivir, envejecer y dar jaque mate. ¡Cuarta pregunta, Geografía!: ¿Cuántas estrellas tiene la Galaxia Gigantuna? –hubo un nuevo silencio de tres segundos– ¡Tiempo! ¡Doscientos mil trillones, cuatro billones, mil quinientos treinta y dos millones, doscientas veinte mil ciento cuarenta y nueve! ¡Quinta pregunta, Naturaleza!: ¿Cómo se llaman los animales amigos de las Gigantas?
–¿De qué sirve almacenar conocimientos inútiles?
–¡Tiempo! La respuesta es Cabezones. Llevas cinco preguntas sin responder, Para quedar libre deberás acertar las próximas cinco. Si fallas sólo una, el examen se acaba; atiende, pues.
–Podéis ahorraros el esfuerzo, majestad.
–¡Sexta pregunta, fácil, Idiomas!; ¿Cómo se dice Giganta en gigantol, el idioma de aquí?
Negrocarbón empezaba a estar cansado de verdad de su trato con las Gigantas.
–¡Tiempo! La respuesta es: gigzcbz.
¡Ja! ¡Perdiste! No necesito preguntarte más. Te recomiendo que estudies cuando estés en prisión. El año que viene volveré a examinarte y... ¿quién sabe?, tal vez entonces logres tu libertad. Me voy; tengo otros exámenes urgentes que atender.
La Competencia abandonó la sala. Instantes después apareció La Incomunicación, acompañada del Portavoz, el Televisor y el Disco.
IX. LA INCOMUNICACIÓN
El Portavoz anunció:
–¡Su Majestad, La Incomunicación!
Todos se inclinaron respetuosamente. Siguió hablando el Portavoz:
–Yo soy la voz de la Incomunicación: ella nunca habla, yo expreso sus ideas. Mi reina quiere saber quién es el prisionero y a qué ha venido.
Asintió La Incomunicación:
–Me llamo Negrocarbón y voy de paso por estas tierras.
–¿A dónde vas?
–Voy a visitar al Anciano de Barba Blanca.
–¡El Anciano de Barba Blanca! ¡Ja, ja! ¿Todavía crees en ese cuento? Ese Anciano no existió nunca; no es más que un invento de mentes torpes.
La Incomunicación rió también. Levantó la mano derecha señalando al Portavoz y, luego, al Televisor.
–Mi alteza –siguió el Portavoz– ordena que te diga que conoce muy bien cada rincón de estas tierras; en ningún lugar vio al Anciano. Nuestro General, El Televisor, nos informa de todo lo que ocurre y nunca dio noticias de esa figura. Él, junto con el Disco, El Cine, El Fútbol y demás autoridades dirigidas por la Giganta Incomunicación, proporcionan distracciones, alegría y cultura a nuestros súbditos. De este modo, van alegres al trabajo y rinden más.
–Comprendo. ¿Y de dónde sacan tiempo para hablar con un amigo, para contemplar una bella puesta de Sol, para convivir en armonía con la Naturaleza?
–¿De qué sirve todo eso? –dijo el portavoz sonriendo junto a la Incomunicación– Nuestro interés exclusivo es evitar los problemas que crean la excesiva comunicación o la soledad.
La reina señaló entonces al Televisor.
–Nuestra buena reina quiere que oigas a nuestro general.
La Incomunicación levantó su mano para ordenar al Televisor que comenzara. Éste lo hizo pronunciando muy rápidamente:
–¡...El Presidente de la Asociación Pro-Defensa de Gamberrismo Ordenado visitará oficialmente la provincia de Grisúscoa! ¡Estamos en un túnel para demostrar que Bionegrón ensucia más que cualquier otro producto! ¡El Frenético de Aquí venció por cuatro goles a cero a los Villabestias de Allí! ¡Beba Kaka-Loca, la bebida más sofocante! ¡Rock salvaje con The Monos Locos! ¡El detective Pepe...!
La Incomunicación ordenó con su mano al Televisor que se detuviera. Del mismo modo, indicó al Disco que comenzara. Éste lo hizo cantando:
–"Me gusta el Rock 'n' Roll,
me gusta contigo estar,
me gusta beber ron,
me gusta siempre bailar.
¡Hey, Rock 'n' roll!
¡Hey, Hey, Hey...!"
Con un nuevo gesto, La Giganta ordenó al Disco que cesara de cantar.
–¿Te gusta? –preguntó al Portavoz a Negrocarbón.
–¡Qué horror!
Al oír esto, La Incomunicación levantó enfadada sus manos.
–A la Reina no le ha gustado tu gesto de desprecio hacia nuestros dirigentes. Se ve que eres un rebelde. Todas las reinas darán buena cuenta de ti. La Incomunicación ordenará que te sea prohibido ver a alguna persona cuando ingreses en prisión. ¡Así aprenderás la lección!
La comitiva abandonó la sala. Los soldados condujeron a Negrocarbón a la Sala de Audiencias.
X. LA INJUSTICIA
Allí se encontraba la sexta reina Giganta llamada La Injusticia. Llevaba en sus mano izquierda una gran balanza claramente desnivelada; uno de los platillos sostenía un pesado objeto, el otro estaba vacío. En su mano derecha llevaba una porra de madera.
–Bien, bien, bien; un nuevo reo. Va a ser juzgado de acuerdo a las leyes de país. Acérquese el prisionero hasta aquí –Negrocarbón hace lo ordenado–. ¿De qué te acusan?
–Alteza, soy extranjero. El único delito, si es que puede ser llamado así, por el cuál estoy aquí, es que mi piel está ennegrecida.
–¡Oh, ya veo: eres un sucio negro! ¿Cómo te has atrevido a entrar en estas tierras? Aquí no hay sitio para los de tu raza.
–Majestad, no soy negro; mi piel es morena porque soy carbonero. El carbón es negro y ha manchado mi piel a lo largo de los últimos años. La acusación, si se me permite decirlo, es falsa. Además, creo que ser negro no es delito alguno.
–Bueno, bueno... dejemos que la ley decida. Siempre es justa. ¿Sabes, pequeñajo, que es lo que llevo en mi mano izquierda?
–Una balanza, majestad.
–Y..., ¿sabes para que sirve la "balanza"?
–No, reina.
–¡Ésta no es una balanza cualquiera! ¡Es la Balanza de la Ley! Ella declara inocente al que lo es y condena al impío. En un platillo se deposita la culpa, que desnivela la balanza; en el otro, el acusado debe colocar sus pruebas de defensa. Si el platillo de las pruebas logra levantar al platillo de la culpa, quedando el primero por debajo, el acusado es inocente, porque han pesado más sus pruebas de defensa que su culpa. En el caso contrario, es culpable.
–Pero... la Balanza viene desnivelada.
–¡Evidentemente! El peso que lleva es el de tu culpa, que tú debes levantar. Veamos pues: ¿cuántas monedas lleva consigo el acusado?
–¿Monedas? No sé... quizás lleve cuatro o cinco –respondió extrañado el niño.
–Sáquelas el acusado y deposítelas en el platillo vacío.
Negrocarbón buscó en sus bolsillos y sacó de ellos varias monedas. Hizo lo que la reina le había ordenado. El peso de las piezas era pequeño y no logró siquiera mover la Balanza.
–Hacen falta muchas más monedas –dijo la Injusticia.
–Ese es todo mi dinero.
–No hay duda sobre la decisión del supremo instrumento de la Ley –exclamó la reina-juez–. El acusado es, claramente, culpable. Yo, como Juez Supremo de las tierra de las Siete Gigantas, condeno al acusado a trabajos forzados durante siete años y uno más, con lo que conseguirás finalmente el equivalente a las monedas que precisa la Balanza. ¡Soldados! ¡Retiren al acusado! ¡La sesión ha terminado!
XI. LA VIOLENCIA
La última reina era La Violencia. Vivía en los sótanos del palacio, en una suntuosa habitación de fuertes muros, próxima a las cárceles y mazmorras. En su cuerpo portaba diversas armas: cuchillo, pistola, espada... ; su cabeza estaba cubierta por un casco militar de acero y en una de sus manos agitaba un látigo. Recibió al niño con una fiera mirada:
–Veamos, veamos... Así que tú eres Negrocarbón, ¿no?
–Sí –respondió el niño, que estaba ya muy triste por el desarrollo de los acontecimientos.
–¡¡Cómo!! –gritó enfurecida la violenta reina– ¿No sabes acaso, ignorante, como dirigirte a una reina giganta?
– Perdón, majestad. Sí, soy Negrocarbón, majestad.
–Así está mejor. Según me han dicho mis hermanas, eres culpable de blasfemar contra la Reina Contaminación, de ser negro, de no pertenecer a ningún grupo ideológico, de promover la no competitividad, mostrándote contrario a personas tan valiosas como nuestro miembro El Televisor; además la Balanza de la Ley te ha encontrado culpable. Es un caso claro éste. ¡Menudo delincuente estás hecho! ¿Tiene algo que decir el convicto?
–Alteza, no soy culpable de nada. Yo soy simplemente un pobre viajero de paso por estas Tierras. Es verdad que no comparto vuestro modo de vida, pero no es intención mía mezclarme en los asuntos de aquí. Sólo deseo que me dejéis continuar mi camino.
–¡¡Cómo!! –La Violencia, irritada, dio un latigazo a Negrocarbón– ¡No sabes con quién estás hablando! ¡Soy la Violencia y estoy encargada de ejecutar las sentencias de mis hermanas! Soy muy importante, sin mí no es posible la vida aquí. Castigo a los rebeldes como tú, organizo guerras contra otras tierras, vigilo para que nuestros territorios se mantengan como están ahora, fabrico armas, organizo ejércitos... En resumen, soluciono todos los problemas que mis hermanas no pueden resolver. ¡Insensato! Tú eres culpable de diversos cargos y yo me encargaré de que las sentencias sean cumplidas. ¡Soldados!: Llevad al reo a su celda. ¡A partir de mañana empezará a trabajar duramente y a recibir los latigazos que su osadía merece!
Una vieja mazmorra acogió al buen carbonerito.
XII. EL ANCIANO DE BARBA BLANCA
Negrocarbón, agotado por el duro día, durmió profundamente en su lecho. Cuando la mañana empezaba a clarear, se despertó. Junto a él, sorprendentemente, estaba un anciano de cabellos y túnica del mismo color; su figura irradiaba un mágico brillo. El muchacho preguntó asombrado:
–Oh, ¿quién eres?
–Soy aquel que buscas.
–¡Oh, Señor!
Negrocarbón se incorporó de su lecho y se arrodilló ante Él.
–No, no, no. Ven, siéntate junto a mí.
Así lo hizo.
–He querido verte –siguió el Anciano– porque sé que sufres a causa de los muchos males que el Hombre está sembrando en la Tierra. A aquellos que, como tú, guardan un corazón sensible y puro, Yo los llamo y les hablo. Quiero que cesen sus sufrimientos. Dime, Negrocarbón, ¿qué te ocurre?
–Señor, ¿qué les pasa a los Hombres? Matan a los animales, destrozan la Naturaleza; incluso dañan ya al poderoso océano o al inmenso cielo. Luchan por cosas insignificantes y dañinas; se enfrentan entre sí por conseguir objetos materiales o por tener ideas distintas; rechazan a aquellos que son débiles o tienen distinto color. Todo, sabio Anciano, lo están volviendo gris, sucio, sembrado de muertes. Oh, Señor, ¿por qué? ¿por qué? Yo vivo en un maravilloso valle que nadie dañaba y ahora está empezando a sufrir las consecuencias de los que ellos llaman civilización. Empezaron llevando estufas, con ellas llegó la carretera; con ésta, las fábricas, la contaminación, las prisas, la soledad... ¡Oh, Señor! Yo no puedo vivir en este horrendo mundo de las Siete Gigantas!
–Escucha, Negrocarbón. Yo di al Hombre dos preciados tesoros llamados Corazón y Cerebro. Ambos deben trabajar como buenos hermanos para acercarlos a todos a un Gran Valle donde es posible la vida dichosa a cada momento. Muchos Hombres han empleado mal el Cerebro y no han querido escuchar a sus corazones. El Cerebro es el instrumento para vivir en este mundo; sirve para comunicaros, para ayudaros en vuestra existencia en cualquier parte, para conocer todo lo que os rodea. No obstante, ha sido empleado por muchos para quitar vidas, para crear placeres artificiales, para intentar dominar a la Naturaleza. Si la mente os comunica con el Mundo, el corazón os comunica conmigo. El corazón es pues, querido Negrocarbón, el camino para venir a mí. ¿Quién te ha traído sino tu corazón bondadoso y limpio? ¿Por qué has sentido dolido cuando has visto los daños humanos? Porque tú escuchas a tu corazón; por eso estás aquí.
–Señor, Tú podrías, con tu omnipotencia, acabar con todos esos males y así nadie sufriría.
–Sí, Negrocarbón, pero Yo di a los hombres un hermoso bien: la libertad. Ellos han sido quienes han creado desdicha, quienes inventaron la opresión y la injusticia. Ellos deben, igualmente, poner fin a la confusión. Esto sólo es posible, mi querido niño, cuando cada persona empiece a cambiar por sí misma y conozca plenamente todo lo que Yo hice en ella; hay muchas riquezas aún, en el interior de cada ser, por descubrir. En estas Tierras de las Siete Gigantas, en medio de toda la turbulencia, hay muchos hombres que, diariamente, viven repartiendo amor a su alrededor; hombres como tú, que han visto el desorden de este mundo y han empezado a transformarse ellos mismos. Por todas estas personas, sigue el Mundo; porque ellas aman y el Amor es la única razón de existencia.
–Comprendo esto, Señor, pero, ¿qué pasará con las Siete Gigantas? ¿Qué pasará con los hombres que las siguen?
–Déjalos que compitan, que luchen, que juzguen. Yo te digo que llegará un día que comprenderán que eso es su propia destrucción. Yo no necesito destruir nada, Negrocarbón, ellos mismos se están aniquilando día a día; ellos mismos deben detener ese loco proceso. Corazón sensible, debes volver a tu valle. Allí verás continuamente crecer los dominios de las Siete Gigantas, pero tú seguirás repartiendo carbón y amor entre los que te rodean. Contarás para siempre con mi presencia y protección. Dame la mano, mi buen amigo, saldremos juntos.
–Pero..., ¿cómo, Señor? La celda está cerrada.
–No hay cárcel lo suficientemente grande para retener el Amor. Tú eres ya Amor. Las Gigantas nada podrán contra ti. Saldremos del mismo modo que Yo entré: por la puerta; ¡qué sencillo! ¿no? El guardia no se dará cuenta. Eres libre. Ahora marcharás a tu valle y allí te encontrarás con personas que sienten como tú. Las conocerás nada más verlas; son inconfundibles: sus ojos brillan con optimismo, dan mucho y piden poco, sonríen, cuidan las plantas y los animales, son gente sencilla, sin posesiones, comprensivos..., en resumen, aman. Con ellos está tu sitio y con todos estaré siempre.
–Ahora entiendo, Señor. ¡Ahora sé que, en medio de todos los absurdos inventos de las mentes humanas, estás Tú velando por nosotros! ¡Ahora estoy contento! Gracias, gracias.
XVIII. EL VALLE
Poco queda por contar. A la mañana siguiente el centinela descubrió la celda vacía de Negrocarbón. Nadie se explicaba cómo había escapado. se registraron los alrededores, se buscó por todo el territorio. Negrocarbón no apareció; parecía que se lo había tragado la tierra, pero nosotros sabemos que no ocurrió así, Poco a poco, las Gigantas se olvidaron de él.
Yo sé, queridos lectores y lectoras, que muy cerca de aquí hay un hermoso valle. Entre las verdes praderas se formó una pequeña aldea, donde viven varias familias. Hay pequeñuelos corretones y saltarines, hombres amables, buenos ancianos, mujeres que cuidan de la higiene y hay también un pequeño carbonerito de tez morena, sonrisa clara y saltarina figura. Allí se respira paz. Parece que el tiempo se ha detenido, prendado por la belleza del sitio. Día a día llegan nuevos vecinos para quedarse; ninguno de ellos rompe el supremo encanto de la aldea. Yo, vuestro modesto narrador, espero ser un aldeano más, cuando solucione los asuntos que aún me retienen aquí.
Bueno, amigas y amigos, nuestro cuento se acaba; los cuentos no son otra cosa que vivir una esperanza: la de contribuir para crear un mundo mejor, más humano. Cuando salgamos a la calle encontraremos siete Gigantas, las conocemos ya bien; pero ahora no deben de dañarnos, porque Negrocarbón nos ha enseñado el modo de vencerlas: con amor y sencillez. Si este modesto relato ha servido para que reflexionemos sobre nosotros mismos, ha cumplido plenamente su misión. ¡Adiós, amigos! ¡Hasta otro día! ¡Que seáis felices!
© Antonio Gómez Hueso