Hay un arte que no pasa el tamiz del intelecto, que va directo a tocar esas fibras interiores del sentir, del goce estético; ese arte, que no precisa análisis, ni explicaciones, ni comparaciones, encierra en si mismo los misterios, la esencia de la vida. Es el arte del instante eterno, de la espontaneidad creadora, del jugueteo mágico con el azar. Es el arte de las formas invisibles, de la explosión de colores, de las brumas poéticas; es el arte de JeanMaurice Mourat.

    Hay, efectivamente, una danza cromática en estos lienzos; una danza que nos contagia, que nos mueve internamente, que nos asombra y maravilla. Los colores juegan como niños traviesos, haciendo remolinos, explosionando, abrazándose tiernamente. Es una danza llena de música insonora que sólo el alma escucha; una danza que envuelve algunas, pocas, imágenes del mundo exterior de Jean-Maurice: catedral, mujer, guitarra, flor... Es la danza de los siglos que se va transmitiendo por los espacios y por los hombres.

    El arte de Jean-Maurice Mourat es una aventura interior para el espectador; una aventura que podríamos llamar El Color de la Música. Y es que, al penetrar en estas obras, encontramos elementos, estructuras y formas musicales: tonos y semitonos cromáticos, arpegios con espátula, adagios de luz, solos de verde en blanco... concierto para pincel y color. Pero, sobre todo, donde notamos más la presencia de la Música es en la sensación que experimentamos al contemplar el conjunto de obras, que se nos presenta como una completa pieza sinfónica para la vista.

    Hay un arte que no pasa por el tamiz del intelecto, que va directo al corazón.