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Prólogo de Antonio Gómez Hueso

 

«Escribo todo lo que se me ocurre; lo que pienso, lo que siento, sin tener muy claro qué, ni por qué lo hago.»                                                                                             JUAN RISUEÑO

 

 

Decía William Faulkner que «un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación.», todo lo cual consideramos tiene sobradamente Juan Risueño Lorente. Los veintisiete relatos contenidos en este libro cuentan historias apasionadas, con alma, extraídas de su propia experiencia, basadas en la persistente observación de la realidad, aunque también presentan una gran dosis de imaginación, pero siempre con claras connotaciones biográficas, una modalidad que en Francia han bautizado como «autoficción». Nos parecen narraciones impactantes, sinceras, inauditas, ofrecen infinidades de peripecias siempre reconocibles por los que, como él, tenemos una cierta edad y compartimos un lugar común —llámese Andalucía, España o Bailén.  

 

Más de un centenar de personajes, principales y secundarios, deambulan por las siguientes páginas; reconocibles como gente llana, de pueblo y de campo, hombres y mujeres, con sus particulares caracteres, tantos positivos como negativos. Muestran condiciones existenciales muy variadas. Asistimos a un despliegue de emociones —celos, generosidad, crueldad, sacrificio, odio, ternura, corrupción, fraternidad, amor, violencia... —, la vida nada más, con su complejidad latente, su azaroso devenir, a veces trágico, a veces festivo. Risueño Lorente bautiza a sus personajes con topónimos corrientes, enmascarando sus semejanzas con personas existentes, pero no puede evitar que algunos sean fácilmente reconocibles por los lectores de su entorno inmediato. Muchos de los protagonistas principales se llaman Juan —o Juanito—, como él, evidenciando el carácter biográfico que impregna toda esta colección narrativa. En cuanto a los personajes femeninos, el nombre más usado es el de María. Bastantes se basan en seres reales pero otros son pura creación. Algunos son amigos imaginarios con los que conversa el narrador, como el Mariano de «La foto»; otros son fallecidos que vuelven a la vida en condiciones fantasmagóricas, como el Ignacio de «Presencia», otros son alter ego del que narra, como el Federico de «Viento y arena», pero la mayoría es gente corriente, cargada de fatalidades, traumas, miedos, rencores y fracasos. Hay coincidencias que emparejan, en cierta medida, a distintos personajes de distintos relatos (por ejemplo, Cosme y Susana, personas solitarias que viven recluidas en el campo, recordando y hablando con seres queridos ya fallecidos, Patxi y Úrsula, sanguinarios asesinos...). Muchos son nombrados por sus motes: La Machorra, Josico el loco, Cohete, La Bruta, El Culebra, Pepón... Risueño Lorente no emplea excesivas frases en describirlos. Le bastan dos o tres pinceladas para ello:

 

«Un monaguillo rubio, espigado y pecoso aparece en el campanario y le da a Julián un susto de muerte.» («La foto»)

 

«El chófer vasco del tráiler, orondo y bigotón, carga todas las semanas.» («Barro»)

 

«Juliana vestía una bata negra corta y tenía las mangas arremangadas. Por eso le llamó la atención sus piernas blanquecinas, delgadísimas, también sus ojos saltones, su cara arrugada como surcada por un tenedor.» («Negro»)

 

Los más relevantes tienen un sentido cosmogónico, es decir, asumen una posición personal frente a los problemas que se presentan, sean de carácter amoroso, social o familiar. Psicológicamente se dan a conocer sus motivaciones —patológicas o no—, muchos se dejan ver tal como son desde el principio, otros van evolucionado al mismo tiempo que los acontecimientos.

 

Atención especial nos merece Juan Angulo, una especie de patoso, pillastre y paupérrimo detective privado pueblerino, aunque ejerza en «la capital» —¿Jaén?—. Está acompañado en sus aventuras por María —abnegada, estoica y enamorada secretaria, mujer para todo, también para eso del sexo— y Juancho —abnegado igualmente, comprensivo y fiel amigo, barman que le fía sus consumiciones con pocas esperanzas de un día cobrar—. Angulo suele despotricar de su mala suerte exclamando a menudo «¡Puerca miseria!». Los importantes casos que le son encomendados (encontrar a la perrita Marisa, a una prostituta rubia, una bicicleta de montaña o unos calzoncillos) nos dan idea de la trascendencia y complejidad de su quehacer profesional. Las situaciones rozan a veces lo cómico y asombroso; por ejemplo, en el relato «Negro», tiene que ayudar a una asesina a transportar el cadáver para deshacerse de él. También trabaja en otro caso, en el que debe obtener pruebas de una infidelidad conyugal y, cuando las consigue, explota la sorpresa (que no desvelamos). Casi siempre sus logros se tornan agridulces y su mala fortuna no le ayuda a recomponer su desastrosa situación económica. Es un personaje bien ideado con el que empatizamos, ya que nos transmite ternura, sonrisas y cierta compasión. 

 

Los temas que Risueño Lorente despliega en esta amplia obra son muy variados. Los que tenemos más o menos su edad nos identificamos con muchos, son vivencias parecidas a otras nuestras, forman parte de nuestros recuerdos. Podemos seguir el reencuentro de amantes del pasado, compartiendo nostalgias y soledades, y comprobando los estragos del tiempo («Una mirada en el espejo»), la precariedad del trabajo, con los abusos y engaños del empresario tirano de turno («Barro»), el sórdido mundo de los puticlubes y la prostitución («Escisión» / «Pasaje» / «La puta»), el día a día de personas desgraciadas que viven en soledad después de haber fallecido sus seres queridos («Cosme» / «La ventana»), encuentros sexuales frustrados («Miradas» / «Pasaje»), infidelidades por doquier («Amago» / «Viento y arena»...), pesadillas trepidantes cargadas de violencia y destrucción («Escisión» / «Huida al infierno» / «Retazos»), comedias más o menos surrealistas («Patas arriba» / «De sombra» / «Presencia»), sátiras políticas («Cuento de quien quiso vivir del cuento» / «El país de los que se fueron»), intrigas detectivescas («Aura» y los cuatro casos de Juan Angulo, detectibe pribado —ya mencionado—, con los que se cierran el libro), obsesiones amorosas («La foto»), las brutales masacres de sanguinarios asesinos («Julio» / «Escisión» / «Huida al infierno» / «Retazos»), tragedias familiares («Uno y uno suman uno» / «Tus pies, tú toda»)... El inventario de temas sería extensísimo de hacer. Abundan las desgarradas confesiones, mea culpas que han atormentado la vida de muchos de sus personajes marginales, traumatizándolos, rompiéndoles el corazón, explicando tragedias internas y externas, percatándose de que «ya nada volverá a ser lo mismo» («Conocernos fue lo único bueno que nos ocurrió». «Tus pies, tú toda»).

 

Risueño Lorente escribe casi todos sus relatos en presente, desarrollando un tiempo cronológico lineal y progresivo con el que busca crear suspense narrativo. Únicamente emplea saltos de tiempo —analepsis o flashbacks— en «Barro», sin afectar a la trama principal, que se va contando en narraciones paralelas y en tiempo presente. No es muy dado a precisar fechas concretas para crear en el lector la ilusión de que los sucesos han ocurrido hace poco tiempo. Digamos que la época reflejada en los cuentos se extiende desde los últimos años del franquismo hasta nuestros días.

 

Tampoco gusta de precisar lugares en donde se desarrolla la acción. Entendemos que, en la mayoría de los casos, los hechos narrados ocurren en Bailén, su localidad, que evita nombrar, la señala solo como su «pueblo» o «ciudad». En raras ocasiones identifica ayuntamientos concretos: Jaén, Linares, Cabra de Santo Cristo, Chinchilla, Guarromán, Murcia...; incluso inventa algunos, como Garifante de la Vega. Refleja con acierto la cotidianidad de los pueblos —las murmuraciones de los vecinos, la vida en las tabernas, los problemas del campo o de las industrias locales, los tejemanejes de la iglesia o del ayuntamiento, las envidias, rencores y demás conflictos familiares...—. Muchas de las situaciones se dan en espacios específicos: un tren, una carretera, un bar, un cortijo, una empresa, una pirámide..., pero la mayoría se desarrolla en variopintos escenarios, ya que son argumentos muy dinámicos y aventureros.

 

Risueño Lorente utiliza dos tipos de narradores: el de primera persona, el «yo» que protagoniza las situaciones —a veces objetivo, a veces subjetivo—, implicándose casi siempre en la trama, y el narrador omnisciente, quien desde la tercera persona del singular, selecciona los aspectos más relevantes de sus recuerdos, exponiéndolos, reflexionado, juzgando y caricaturizando si es preciso (como también hace en sus viñetas, dibujos y caligramas, facetas en las que destaca). En dos relatos, «Una mirada en el espejo» y «Huida al infierno», adopta personalidades femeninas, Diana y Úrsula. En «Al mismo tiempo» se confiesa catárticamente de algunas de sus decisiones y creencias de antaño. En ocasiones el relato es un soliloquio con alguien, amigo imaginario o ausente («Viento y arena» / «Cosme» / «La foto»); otras veces son confesiones desgarradas sobre distintos episodios vividos, algunos trágicos («De sombra» / «Tus pies, tú toda»). En «Viento y arena» combina dos maneras de narrar, algo muy poco frecuente, en segunda y primera persona, configurando un diálogo interno entre el narrador y su alter ego, ambos bautizados como Federico.

 

No es aficionado a fatigosas descripciones de lugares, cosas o personas, Risueño Lorente casi nunca las utiliza, avanza en sus narraciones contando las vicisitudes directamente, como infatigable reportero de sus emociones. Destellos descriptivos sí encontramos en abundancia, muchas veces dotados de una lograda belleza, dada también su condición de poeta:

 

«No existe mayor alivio que la maestría de la costumbre frente al sol que brota rabioso y flamea, acrecentando laureles de julio, esta atmósfera densa e irrespirable.

Son las siete menos cuarto de la mañana. La ciudad se despereza con aparente calma. [...] Dilata el verano su hegemonía, plegando las huestes otoñales.» («Barro»).

 

«La ciudad se transforma, esconde su cara acicalada y muestra su plano diáfano de guirnaldas, sus reductos más íntimos y desaliñados. Al fondo los cerros rotos, los primeros olivos, borde de un manto verde, infinito.» («La foto»).

 

El ritmo se configura a veces parsimonioso, equilibrado, sereno y fluido; en otras ocasiones, vertiginoso, rápido, entrecortado. Escribe con un léxico sencillo, pero no elude utilizar un vocabulario técnico y culto si es necesario (manija / gallear / cantacucos...).  Usa un lenguaje popular, no exento de vocablos ásperos, procaces, tal y como se dicen en determinados ambientes. Risueño Lorente no pretende escandalizar al lector, sino que quiere expresar la realidad lo más nítidamente posible. Opinamos que su léxico es rico en voces de orígenes variados, algunas referentes a lugares de su entorno, al cine, a la música popular, a los oficios... Sus historias están llenas de observaciones sagaces y giros inesperados del curso de los acontecimientos. Utiliza con asiduidad refranes, símiles («...fuma y bebe como un cosaco»...), sentencias («Todo lo que se vive cuenta a pesar de todo»), metáforas, execraciones e infinidad de figuras literarias más, imposibles de reseñar aquí.   

 

 Profusamente utiliza el diálogo y en otras ocasiones prescinde totalmente de este recurso, aunque lo más habitual es que lo intercale con la crónica de la trama en cuestión. Las conversaciones son muy naturales, recogiendo el carácter del habla popular, con sus dichos («Pelar la mona» / «No tiene ni media hostia» / «No me toques los güevos»...), vulgarismos (jartá / malafollá / ni na, ni na...) localismos, arcaísmos y neologismos (okupa / pastón...). No se coarta de usar expresiones fuertes, de llamar a cada cosa por su nombre, de usar tacos, motes o groserías; no se anda con contemplaciones, con medias tintas, expresa la brutalidad de la existencia frente a la fragilidad humana, reproduce las conversaciones tal y como son en la vida real. Con esto consigue autenticidad y frescura en su obra. El mundo del sexo es presentado con naturalidad y crudeza, sin ambigüedades, sin eufemismos inútiles, sin censura, obscenamente, manteniendo la jerga vulgar que lo rodea.

 

No siempre la estructura de sus relatos responde al clásico esquema aristotélico de introducción-nudo-desenlace. La introducción no se percibe como tal en algunas ocasiones, arrancando en el centro de una situación, con frases contundentes:

 

«Se me ocurrió. No venía a cuento pero le dije: Te quiero.» («Miradas»)

 

«Hay jaleo en el 204» («La puta»)

 

«El cañón de la pistola del detective Angulo presionó el corazón de Amarillo y apretándole con su mano la yugular le obligó a iniciar sus primeros pasos de canto y ballet.» («Rojo»)

 

El nudo es amplio siempre, desarrollándolo con minuciosidad y exhaustividad. A veces el desenlace queda como suspendido y lo termina con la fuerza de un pensamiento sentencioso, sugerente, irónico o misterioso. Risueño cuida de que sus desenlaces nos motiven a reflexionar sobre lo leído o que nos arranquen una sonrisa cómplice con los insólitos avatares experimentados en la lectura.

 

«Yo de esto, ya sabes que no tengo ni idea, ni voy a preguntar, no sea que...» («Presencia»).

 

Derrama su peculiar sentido del humor en todas sus narraciones, incluso en las más trágicas. Esto lo consigue con diversas técnicas: expresiones jocosas sacadas del lenguaje popular, agudas observaciones satíricas personales, además de idear ciertas situaciones absurdas o surrealistas.

 

En resumen, nos encontramos ante una colección de relatos emotivos, trepidantes, sorprendentes, que fueron emanando en solo dos años de la poderosa creatividad de Juan Risueño Lorente, escritor versátil en el hallazgo de temas y rotundo en su desarrollo y conclusión. Ha confeccionado un mosaico social y psicológico de su entorno más inmediato, en donde se reflejan tragedias cotidianas e intimidades inconfesables, tortuosos caminos del amor, desplegados desde sus múltiples facetas —romanticismo, infidelidad, celos, comercio sexual, maltrato…—, el descabellado mundo de los sueños, los estragos de la violencia incontrolada, la influencia de las supersticiones populares… Leyéndolo sentimos como muy cercanas sus preocupaciones —que hacemos nuestras en ocasiones—, empatizamos con determinados seres, aborrecemos a otros, percibimos sus miedos, traumas y contradicciones y sentimos, ¡cómo no!, la esperanza en el papel revolucionario de las emociones positivas y en el valor del sacrificio individual regenerador para cambiar situaciones extremas.

 

        «En cierto sentido» es, en cierto sentido, la crónica abierta —y honda— de unos aconteceres turbulentos en donde la fuerza del amor intenta abrirse paso, como puede, en medio de una sociedad agresiva e inhumana. Centenares de seres heridos psicológicamente, marginales viscerales, pueblan las páginas que siguen. Como cantaba Battiato, «No sirven tranquilizantes o terapias. Se quiere otra vida». Esa otra vida se basa en la creencia de que es posible un mañana mejor. Es lo que, intuimos, nos quiere transmitir Risueño Lorente en estas veintisiete espectaculares narraciones, «en cierto sentido», moralizantes, iniciáticas y curativas. En todos los sentidos, sorprendentes y altamente perturbadoras.