Primer Premio del III Certamen Literario “Rodrigo Manrique” de Relato Corto

 

 

La  cruz abisinia

 

 

 

La historia la oí no sé dónde; quizás en Lalibela o en Transer. Tampoco recuerdo quién me la contó; quizás algún ermitaño de piel cadavéricamente reseca, oculto en una covacha, cobijando un libro de ge'ez en su regazo.

         Una noche cargada de neblina rosa alguien asaltó el templo del monasterio de Bieta Corsilán, sito en un macizo lejano de Abisinia, y robó la cruz cincelada en oro que se guardaba celosamente en un armario metálico de la sacristía. La puerta había sido destrozada con un hacha y el armario había sido forzado a golpes. La cruz sustraída era una valiosa pieza fabricada en el siglo XIV, según los entendidos, por los cristianos coptos que llegaron a estas tierras huyendo de los musulmanes egipcios. Estaba recubierta con placas de oro y decorada con perlas en los bordes; contaba con 36 pequeñas piedras preciosas (esmeraldas, zafiros, amatistas) incrustadas en las dos caras. Pero su principal característica era que se considerada milagrosa. Una vez de cada mes lunar era mostrada a los numerosos peregrinos que acudían al monasterio, enclavado en lo alto de un promontorio. Nadie se explica cómo una joya de tal valor pudiera estar guardada en aquel remoto templo perdido en el desierto, sin ninguna protección especial. Claro que así estuvo durante seis siglos sin ser robada jamás. No hubo ninguna pista sobre su paradero, pese a que, cuando se conoció la noticia, se tomaron medidas policiales, registrándose caravanas, tanto en tierra como en los puertos etíopes, llegando la investigación incluso a todos los anticuarios de Addis Abeba. Ninguno de ellos tenía la menor noticia sobre el paradero de aquel maravilloso prodigio artístico. Ni los rezos, ni el incienso, ni las procesiones de clérigos por los laberínticos templos excavados en las rocas, lograron recuperar el preciado objeto sacro.

          Pasó el tiempo y nada más se supo de la cruz. Se oyeron infinidades de rumores: que había sido vendida en Bagdad, que había sido vista en Bombay, que había ardido en el incendio de Krimea... pero nada se demostró. La policía investigó durante meses, interrogó a múltiples rateros de todo el país, pero, al final, no dio con ninguna pista.

         Habían pasado cinco años del suceso, cuando Eyob Shakur, el daptara de Bieta Corsilán, anunció, inesperadamente, en una rueda de prensa celebrada en Addis Abeba, que la cruz había sido encontrada. Y no sólo eso: la mostró a los periodistas, que la fotografiaron desde todos los ángulos. Al parecer, unos espeleólogos italianos la hallaron en una cueva del sur del país y, reconociéndola de inmediato, la devolvieron al monasterio. No trascendieron sus nombres, por expreso deseo de los mismos. La noticia causó una oleada de alegría entre los etíopes. Los periódicos la comentaron profusamente. Los peregrinos volvieron a acudir al santo monasterio en busca de la curación y salvación que la cruz les proporcionaba.

         Pasó el tiempo y a los pocos años empezó a circular el rumor de que la cruz ya no sanaba. Muchos enfermos que visitaron el monasterio empezaron a  declarar que no se habían curado, que la reliquia había dejado de ser milagrosa.  Un cierto sector de la prensa había negado desde siempre los efectos curativos de la joya. Los murmullos del pueblo fueron creciendo, el número de peregrinos disminuyendo y el monasterio entró en una etapa de declive.

         Entonces fue cuando decidió intervenir Yared Iskinder, el esheguie o superior general de los monjes etíopes, recogiendo las indicaciones del patriarca Paulos. Envió al monasterio a un presbítero para que investigase todo lo relacionado con la desaparición de la cruz y su posterior hallazgo. Estaba ya en su noveno día de interrogatorios y averiguaciones cuando uno de los monjes le condujo involuntariamente a la verdad. Tuvo un lapsus en medio del interrogatorio, cuando se refirió a la cruz llamándola “la otra”. El presbítero, hombre muy agudo, enseguida se percató del detalle. Intensificó las entrevistas hasta que Eyob Shakur, al abad, no tuvo más remedio que confesar la verdad: la cruz que se guardaba en el monasterio era una copia, encargada al famoso orfebre Bekele Wolde, tan perfecta que decidieron presentarla como auténtica para no quebrar la fe de los creyentes. Toda la historia de que había sido rescatada por unos espeleólogos italianos era una patraña.

         Tan inesperada revelación hizo estallar en cólera al esheguie, cuando la conoció de boca del presbítero. Convocó con urgencia en Addis Abeba al abad de Bieta Corsilán y le conminó a que retirara la falsa cruz en la menor brevedad de tiempo. Shakur se defendió como pudo de las recriminaciones de su superior y se atrevió a indicarle que si la noticia de la suplantación de la joya salía a la luz pública, podría originar un escándalo y dejar en mal lugar a la iglesia. Además, si la cruz se retiraba, ello daría lugar a que la sociedad se preguntara por el motivo. No se podía declarar públicamente que no era la auténtica.

         Iskinder pensó que el abad llevaba razón. Era desaconsejable mantener la cruz y seguir con el engaño, sabiendo que era una copia, pero retirarla pondría en una incómoda situación a la comunidad monástica por haber urdido durante varios años tal mentira a los piadosos. ¿Qué hacer, pues?

Shakur tartamudeó un poco antes de proponer la solución. Si la cruz no podía figurar y tampoco se podía declarar el motivo, lo mejor sería que se perdiera, que fuera robada… otra vez.

         El superior dio un porrazo en la mesa de su despacho. ¿Cómo se atrevía el abad a formular un nuevo engaño? ¿En qué posición quedarían las autoridades eclesiásticas por permitir de nuevo el robo de la cruz? No, no sería ésa la solución. Por primera vez se interesó por el importe de la misma. Le preguntó al abad que cuánto había costado fabricarla. El religioso tartamudeó al querer responder, balbuceó diciendo que se habían empleado baratijas como supuestas piedras preciosas y que la cruz sólo llevaba un baño de oro sobre cobre, por lo que no era especialmente valiosa. El superior enfatizó enfadado que quería saber cuánto costó. El abad le dijo que el orfebre se había portado muy bien con ellos, dadas las circunstancias y sabiendo que el monasterio no andaba boyante económicamente. Otra vez Izkinder, enojado, preguntó precio. Al fin el abad le contestó con la cantidad: 30.000 birrs. Lo habían pagado con los ahorros conseguido por los donativos de los últimos años. El superior de los monjes pensó que no era una cantidad muy alta, teniendo en cuenta la importancia del objeto. Se levantó y se comenzó a pasear por la estancia, meditando, yendo de un sitio para otro. El abad estaba cabizbajo, como avergonzado. El honorable Iskinder estuvo largo rato mirando por la ventana que mostraba una visión panorámica de parte de la ciudad. Luego se volvió. Le dijo a su subordinado que no se podía mentir a los fieles más, que era necesario hacer público que la cruz que se guardaba en Bieta Corsilán no era la auténtica. Para seguir con la mentira de su hallazgo, se diría que, efectivamente, y tal y como se anunció, unos extranjeros la encontraron en una gruta, pero que, tras unas investigaciones, se había comprobado que no era la verdadera.

         Así se hizo. En una nueva rueda de prensa Eyob Shakur anunció la falsedad del objeto y reveló que la cruz había sido retirada ya de la adoración de los fieles.

         Con el objeto de recuperar parte de los miles de birrs que la falsa cruz había costado, Iskinder le sugirió a Shakur que intentara revenderla al orfebre que la hizo. Podía desmontarla y aprovechar las mejores piedras para otras piezas. Así, el monasterio tal vez pudiera recuperar alrededor de veinte mil birrs, que podrían ser muy útiles para la comunidad. Shakur pensó que era buena la idea de su superior y le dijo que así se haría.

         A los pocos días se desplazó a Addis Abeba llevando consigo la cruz. Cuando llegó a la casa del orfebre, su hijo Coni Wolde le informó que Bekele Wolde estaba postrado en cama, muy grave, y que le quedaba poco tiempo de vida, tal vez días, a lo sumo un par de semanas. Él se encargaba ahora del negocio de orfebrería. El abad insistió en hablar con el maestro, prometiendo que la conversación sería corta y que no le molestaría en exceso. El hijo aceptó la propuesta y le acompañó al cuarto del enfermo. Shakur se acercó al lecho y tomó las manos de Bekele. Éste abrió los ojos y pareció reconocerle. Shakur le contó lo ocurrido y la pretensión que tenía el monasterio de recuperar parte del dinero que costó la cruz, si fuera necesario, desmontándola y aprovechando las joyas que tuvieran un cierto valor. Explicó que Bieta Corsilán era muy pobre y que la pieza seguiría siendo motivo de controversia si se conservaba allí. Shakur pensó que no conseguiría del joyero más de diez o quince mil birrs, pero que, incluso así, merecía la pena, por eliminar el problema. Por eso su sorpresa fue mayúscula cuando el maestro orfebre le dijo con voz débil que le devolvería íntegramente todo el dinero. Eyob Shakur le dijo que no era necesario recuperarlo todo, ya que él había hecho un trabajo y era justo que tuviera alguna compensación. Bekele Wolde sonrió débilmente y manifestó que con poseer la hermosa cruz se sentía bien pagado. El abad deshizo el hato que llevaba y se la enseñó. El maestro abrió los ojos vivazmente, la miró, manifestó lo bella que le parecía, cosa que Shakur consideró como una afectación vanidosa, puesto que quien hablaba era el autor de la pieza. Le pidió a su hijo que la guardara celosamente y le ordenó que inmediatamente preparara treinta mil birrs y que se los entregara al reverendo.

         Así se hizo. El abad volvió al monasterio, pensando que la operación había salido mejor de lo que estaba previsto. Habían recuperado la totalidad del dinero gastado y se habían desembarazado de una cruz que, pese a lo bella que era, no podía ocultar el estigma de que era la imitación de otra, considerada como milagrosa.

         Había pasado un mes de la venta, cuando en el monasterio de Bieta Corsilán le anunciaron a Shakur la visita de Coni Wolde. Éste apareció portando un paquete. El abad lo recibió dando muestras de alegría, abrazándolo después de que el joven le hubiera besado la mano respetuosamente. Ambos se sentaron en la mesa de la biblioteca. Cuando le preguntó el motivo de la visita, Coni Wolde le informó que su padre, Bekele Wolde, había fallecido. El abad le dio el pésame por la desgraciada perdida y se interesó por los últimos momentos del difunto. El joven le explicó los pormenores de la muerte y la recaída que acabó con su vida. Le dijo, además, que, tras la visita del abad, su estado mejoró durante unos días. Llegaron a creer que, incluso, podría levantarse de la cama y continuar su rehabilitación en otras dependencias de la casa. Pero fue una mejora momentánea, de una semana, más o menos. Su padre, Bekele Wolde, atribuía su renacido vigor a tener la posesión de la cruz. Antes de morir, le había pedido que acudiera al monasterio y le entregara al abad un paquete, el que descansaba en su regazo. Él, cumpliendo la última voluntad de su progenitor, así lo hizo. Cuando tomó el paquete el reverendo Shakur tuvo la intuición de que la falsa cruz cincelada con imitación de oro volvía al monasterio. Efectivamente, tras abrirlo, comprobó que así era. El joven le explicó que era deseo de su padre de que la cruz perteneciera al monasterio. El abad la contempló, percibió la belleza de la misma y se dijo internamente que el orfebre fallecido fabricó una obra tan bella como la original, una obra maestra, y que, desde luego, merecía conservarse. Ya encontraría el sitio, porque no quería mostrarla públicamente sabiendo que no era la valiosa pieza histórica. Agradeció al joven el regalo, no sin antes resistirse a aceptarlo, alegando que era propiedad de la familia Wolde, que deberían conservarlo como recuerdo del padre y como pieza de culto religioso. Coni Wolde insistió en que su padre fue muy tajante en la decisión, que él prometió cumplir, tal y como hacía en aquel momento, y que rogaba al abad aceptase la pieza, como último deseo del moribundo. Así lo hizo Shakur finalmente, agradeciendo al joven la donación y le comunicó que custodiaría la cruz con especial interés.

Coni se levantó, saludó al religioso, le explicó que el trayecto de vuelta a Addis Abeba era largo y que le esperaban muchas obligaciones. Antes de entrar en el montacargas que hacía descender a los visitantes del monasterio, Coni Wolde le entregó al abad una carta de su padre en donde le explicaba todo lo relacionado con la cruz. Le dijo que prefería que el superior la leyera no estando él presente, tal y como su progenitor le indicó antes de morir. Se despidió del abad.

         En su celda de nuevo, Eyob Shakur abrió el sobre, sacó las hojas y empezó a leer. A medida que lo hacía, se iban dibujando en su cara varios rictus de sorpresa: dilató las pupilas, abrió la boca, se puso la mano en las mejillas… Al final musitó: “¡Dios mío…!”. Abrió el paquete que había dejado sobre la mesa, tomó la cruz, la observó, se arrodilló con ella en los brazos, la besó y empezó a derramar unas lágrimas. Rezó salmos de agradecimiento al Señor. Luego, se levantó, colocó la cruz en un estante y se fue a mirar por la ventana de la celda la amplia vista del desierto abisinio. Volvió a sentarse en su mesa, tomó la carta y la releyó:

 

         Reverendísimo padre Eyob Shakur: Inminente ya el momento de mi muerte, quiero con esta carta (dictada a mi íntimo amigo H. W., puesto que no tengo capacidad ya para escribir nada) confesarme ante vuestra beatitud y explicaros todos los pormenores acontecidos con la cruz durante el tiempo en que permaneció bajo mi custodia y que ya ha sido entregada por mi hijo. Cuando vos estéis leyéndola, ya no estaré en este mundo, y por eso me atrevo a pediros, si no indulgencia, que no la merezco, sí algo de ayuda ante Dios, o sea, que en vuestros rezos me tengáis muy  presente.

         Hace aproximadamente diez años que a mi hijo Coni Wolde se le diagnosticó un tumor maligno en el cerebro. Pese a acudir a los más prestigiosos especialistas, tanto de aquí, Addis Abeba, como de El Cairo, no se encontró curación y se nos anunció que le quedaban aproximadamente de tres a seis meses de vida. Como podrá suponer, esto fue un terrible golpe para mí y para mi esposa. Después que la medicina descartara cualquier posible curación, acudí, como último recurso, a curanderos, hechiceros y visionarios, santones estrafalarios, que tampoco cambiaron su crítico estado, pese a las ceremonias y magias que emplearon. Estaba ya hundido, vencido en mi lucha, cuando alguien, me habló de una cruz milagrosa que se veneraba en cierto monasterio del desierto, lejos de aquí. Me pareció otra ridiculez más y rechacé la idea de inmediato, ya que mi hijo estaba entonces postrado en cama, muy grave, y no podía ser desplazado a un lugar tan lejano. Pasaron unos días y como su estado empeoraba a pasos agigantados, volví a pensar en la única idea de curación que había rechazado: la del milagro. Así que me hice peregrino, viajé a Bieta Corsilán, vi la cruz, cuando se me mostró, y la toqué. Discretamente pregunté a un fraile si el santo objeto viajaba ocasionalmente a algunos lugares para curar a enfermos muy graves que no pudieran moverse. El padre me contestó que no, que era tradición que la cruz permaneciera siempre en Bieta Corsilán, que no había sido mostrada nunca ni en la capital ni en otros lugares de Abisinia, que estaba escrito que así debería ser, que no podía salir del monasterio. Cuando volví a Addis Abeba tuve la perversa idea: si Coni no podía acudir a la cruz, que la cruz acudiera a él. Pensé que debía robarla y llevarla en secreto a casa. Tal vez así, mi hijo podría curarse. Me había dado cuenta de que el monasterio, con la pobreza del lugar, no tenía especiales medidas de seguridad, que la cruz la sacaban de la sacristía, por lo que, seguramente, era fácil de robar.

         Decidí hacerlo. Tomé muchas precauciones. Naturalmente, el robo no lo haría yo, era un asunto de profesionales, pero no podía contratar a cualquiera, deberían ser delincuentes de poca monta, que no tuvieran sensibilidad para apreciar el valor histórico de la pieza, ya que el valor económico no era demasiado elevado, pese al revestimiento de oro y de algunas piedras preciosas. El amigo mío, H. W., que hoy escribe esta carta dictada por mí, estuvo de acuerdo en ayudarme y hacer él la gestión para contratar a dos expertos ladrones de Addis Abeba. Nunca les vi las caras. No sé quiénes fueron, pero sí sé que tuve que pagarles al principio 50.000 birrs y luego, cuando recibí la cruz, 200.000 más, una auténtica fortuna, todo ello a través de mi amigo del alma, a quien debo agradecimiento eterno. Supe por él que los ladrones fueron al monasterio como peregrinos, que utilizaron los accesos habituales, que se escondieron por los alrededores del edificio esperando la llegada de la noche, que penetraron en la sacristía, robaron la cruz, la dejaron caer, sujeta con una cuerda, a un lugar fijado previamente, en donde H.W. esperaba con un vehículo. Ellos se dejaron caer también sujetos en gruesas cuerdas y los tres huyeron rápidamente del lugar.

         Cuando tuve en mi mano tan preciado tesoro, lo coloqué en la cabecera de la cama de mi hijo, con la precaución de esconderlo si recibía la visita del médico o del capellán, lo que tuve que hacer en repetidas ocasiones.  Al principio no noté nada esperanzador en el estado de Cori, pero a las dos semanas, abrió los ojos y susurró algunas palabras. Me percaté entonces que eso significaba una notable mejoría. Poco a poco, fue adquiriendo más lucidez, desarrollando de nuevo sus sentidos aletargados, moviendo su cuerpo. A los tres meses, pudo levantase de la cama por primera vez en mucho tiempo. El médico no paraba de expresar su asombro. Él mismo decía que aquello le parecía un milagro y yo me atreví a responderle que estaba seguro de ello, mientras disimuladamente miraba al arcón en donde estaba oculta la cruz. Cuando pasó alrededor de un año, la recuperación era total.

         Pensaba entonces en devolver la cruz al monasterio, pero no sabía cómo hacerlo. No podía ir a las autoridades religiosas y contarles la verdad; me encarcelaría la policía, seguramente. Además, ¿quién me garantizaba que, faltando la cruz, mi hijo no sufriría una recaída? No podía quedarme eternamente con ella, pero no podía devolverla aún. A mi hijo nunca le dije nada de mi acción; a mi mujer, tampoco. Así, pasaron los años y yo seguía teniendo la cruz oculta en el arcón. Estaba en el dilema de qué hacer, cuando recibí la visita vuestra, reverendo padre, encargándome la fabricación de una réplica. Era asombroso, nunca imaginé que la iglesia tuviera la intención de hacer una copia y, menos aún, que yo fuera a ser, de entre todos los orfebres de Addis Abeba, el elegido. Entonces me di cuenta de que era la ocasión propicia para devolverla sin que nadie supiese nada y recuperando, además, parte de mi dinero. De todos modos, el monasterio, me di cuenta pronto, era pobre y, además, yo tampoco podía pedir demasiado por la cruz, pues sospecharían y no se justificaría una alta cantidad por un objeto falso. Así que decidí darme por bien pagado con la curación de mi hijo y, a modo de justificación, pedí sólo 30.000 birrs, como sabe, por mi trabajo. También, para disimular, le pedí fotos con el objeto de poder crear una cruz que fuera casi idéntica a la original, cosa que, naturalmente, no iba a hacer.

Me tomé un año de supuestos trabajos de planificación, recopilación de piedras y ejecución, antes de entregaros, como falsa, la cruz auténtica. Recibí el dinero y la felicitación por parte de vuestra beatitud y pensé que el caso había concluido. Me di cuenta de que, para ocultar la falsedad de la cruz, se os ocurrió decir que había sido hallada por unos espeleólogos italianos, hecho que, naturalmente, no ocurrió. Entendí la piadosa mentira, en aras a seguir venerando la cruz y no defraudar a los miles de peregrinos que cada año suben a la colina de Bieta Corsilán.

         Luego, cuando pasaron varios años, supe por la televisión que los peregrinos creían ya que la cruz no era milagrosa y poco después asistí atónito a un giro sorprendente, por parte de vos, en rueda de prensa: que la cruz hallada no era la auténtica, lo que daba credibilidad a los escépticos, y que sería retirada del monasterio. ¡Y yo que sabía que sí era la verdadera! Sería una locura desterrar aquella joya milagrosa del lugar. Se me ocurrió entonces ir a Bieta Corsilán y confesar la verdad, pero no me atreví, no lo hice. Temía algún tipo de castigo, tanto humano como divino. Pasaron unos meses y enfermé.

         Entonces recibí vuestra visita con el encargo de desmontar la cruz, que suponíais falsa, recuperar las joyas que pudiera para que me la compraseis. Pese a mi grave estado, me percaté que la cruz volvía a mí y que eso haría que pudiera sanar, como le ocurrió a mi hijo. Era mi gran, mi única esperanza. Por este motivo, disimulando la alegría que me embargaba, os devolví íntegramente el dinero que años antes me pagasteis.

         A los pocos días empecé a mejorar, creía que la cruz actuaba otra vez, pero de nuevo he recaído y parece que mi fin es inevitable. Tal vez lo tenga merecido, como castigo divino.

         Sé que he hecho un mal a su congregación, que si hoy la cruz se discute es por mi perversa acción, pero sé también que mi hijo sanó y no puedo arrepentirme de lo que hice, pues fue para salvarlo. Espero que vuestra misericordia me perdone, tome esta declaración como mi última confesión y no revele nunca a nadie lo que hice, más que por mi bien (yo estoy ahora en condiciones sólo de someterme a la justicia divina), por no dañar la reputación de mi hijo, que nada sabe de lo ocurrido, y de lo que tuve que hacer por él.

         Espero que la sociedad sepa de la recuperación de la cruz auténtica, que diga la verdad, es decir, que el ladrón la entregó bajo secreto de confesión y que no puede revelar la identidad del mismo. Que unos expertos la examinen y certifiquen la antigüedad de la misma.

         Y que Dios me perdone. “

 

         Así lo hizo Eyob Shakur a los pocos días. Hoy la cruz sigue custodiada en el monasterio de Bieta Corsilán bajo estrictas medidas de seguridad, pero diversas autoridades históricas dudan de su autenticidad y, al parecer, dicen, ha decaído su poder milagroso.

La historia la oí no sé dónde; quizás en Lalibela o en Transer. Tampoco importa mucho quién me la contó, porque la conocía de antemano. Me llamo Hagos Wyanabi, el amigo organizador del robo de la cruz y escribano de la carta dictada por Bekele, que, por ello, he transcrito aquí con toda exactitud y rigor, acompañando a la narración de los hechos. Que Dios me perdone también.

 

 

                                                                                   

© Antonio Gómez Hueso

 

 

 

Relato extraído del libro: