As-Sâh Mât

Fragmento

 

 

    Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es infalible, omnisapiente y no duerme) que hace muchos años, tantos que no pueden contarse con las estrellas del desierto negro, hubo un rey llamado Sams al-Rachid que vivía en la ciudad de Merw, célebre por sus tejidos, en la remota Persia. Era un monarca pacífico, justo y devoto fiel de Alá (loado sea por siempre). Sólo tenía una pequeña debilidad: su desmesurada afición al juego que dan en llamar escaque, definido por nuestro poeta Al-Gazal (que ya goza en la presencia del Misericordioso) como «impío y satánico».
        Había dedicado el rey muchos años de su vida al estudio de pergaminos sobre estrategias, trucos y estratagemas, y se había enfrentado con éxito a los más reputados jugadores de Persia, Siria, Egipto, India y muchas tierras más. Con el tiempo, llegó a dominar el escaque a la perfección y no tenía ya rival ni en su reino ni en las regiones colindantes. El anciano visir Abu Cháfar fue su primer maestro. Todavía jugaba contra él largas partidas, la mayoría de las cuales ganaba el rey. De vez en cuando el visir vencía, mas esto no trascendía a los visires, valíes, siervos o capitanes del ejército; para todos, el rey Sams al-Rachid era invencible. Abu guardaba bien en secreto sus escasas victorias, ya que el monarca le había amenazado con cortarle la lengua si hablaba de ello. Por este motivo sus enfrentamientos ante el tablero se realizaban en privado y, durante el transcurso de cualquiera de ellos, Sams al-Rachid no podía ser molestado por causa alguna. Dos fornidos guardianes custodiaban la puerta del salón donde jugaban. El anciano visir estaba satisfecho de haber sido el maestro principal del rey y todavía se sentía útil presentándole dificultades en las partidas. Siempre que Al-Rachid tenía constancia de la existencia de algún buen jugador, mandaba a un grupo de soldados para que lo trajesen a palacio. Si el jugador era de otro reino, enviaba un mensaje al monarca correspondiente exhortándole, en nombre del Altísimo, que permitiera al hombre viajar hasta Merw para enfrentarse con él. Los súbditos estaban muy orgullosos de ser gobernados por un monarca tan sabio.
        Un día, poco antes de comenzar la habitual partida, habló el visir de esta manera:
        —He sabido, ¡oh, mi rey!, que en la ciudad de Kufa habita un soldado que sabe jugar extraordinariamente al escaque. Según han referido unos viajeros venidos de allí, sus partidas se cuentan por victorias. Ha sido llamado a jugar en bastantes ciudades y ha ganado a importantes rivales, como Alí ibn Zaida, Ahmad Dánif y Dul-l-Samat. El pueblo empieza a murmurar que es el mejor jugador de Persia.
        El rey, sobrecogido por la noticia, estalló airado:
        —¡Por Alá! ¡Cómo se puede decir semejante desatino! Nadie puede ostentar ese galardón, sino yo! He ganado a esos mismos rivales y a bastantes más. ¡Visir! Debes buscar a ese guerrero y traerle aquí a jugar contra mí.
        —Mi señor, si se me permite decirlo, debemos actuar con cautela. ¿Y si las noticias son ciertas y el rival es tan fuerte? ¿No sería demasiado riesgo concertar una partida sin conocer la fuerza de su juego? Su majestad podría perder, aunque esto es muy difícil, y todo su prestigio se vendría abajo.
        —¿Qué podemos hacer entonces, visir?
        Abu Cháfar, pensativo, tomó un peón blanco y, mientras lo observaba, dijo:
        —He pensado que, con el permiso de mi señor, yo podría viajar a Kufa en una visita de inspección con un grupo de soldados. Allí podría jugar varias partidas con el guerrero y saber así de su juego. Luego, a mi vuelta, os informaría detalladamente de la agudeza y sabiduría del jugador.
        Sams al-Rachid pensó que era buena la idea del visir.
        —Sea como dices. Mañana saldrás con cuarenta soldados hacia Kufa. Estarás allí veinte días con sus noches. Jugarás cuantas partidas te sean posible. Yo daré instrucciones al valí Harúm al-Din para que libre al soldado de sus obligaciones y le permita jugar contigo. Le diré también que no revele tu identidad. Luego vuelve y cuéntamelo todo.
        —Oigo y obedezco.
        —Ahora, vamos a jugar.
        A la mañana siguiente, tal y como estaba previsto, partió la expedición de Merw en dirección a Kufa. Sams al-Rachid, desde el balcón principal de palacio, despidió a Abu Cháfar con un semblante grave; permaneció inmóvil, siguiendo con la mirada la columna de soldados, hasta que ésta se perdió tras el lejano horizonte. Los veinte días y las veinte noches que sucedieron fueron para el rey un periodo de desasosiego; perdió el apetito, desatendió los asuntos gobierno y mostraba un carácter malhumorado y nervioso.
        Y llegó el día del regreso. El remoto horizonte devolvió a la comitiva. Allí, en el balcón, se dibujaba de nuevo la figura del rey Sams al-Rachid, que no había abandonado su semblante grave. Abu Cháfar, ya en el patio principal, descendió de su caballo y penetró en palacio. El rey le esperaba en el salón. Tras los saludos rituales, habló el visir:
        —¡Oh, rey afortunado! He hecho cuanto me ordenaste. Llegué a la ciudad de Kufa. Me presenté al valí, a quien entregué vuestra misiva. Él me llevó a la tienda donde moraba Hátim-l-Kurá, que es el nombre del jugador soldado. Me presentó como un experto en escaque, el mejor de Persia, exceptuando a tu serena majestad. Jugué con él una primera partida y la perdí. Luego jugué diecisiete más, una por día. Todas acabaron con «as-sâh mât» y mi rey caído. Las noticias son, pues, malas, majestad. Hátim es un jugador extraordinario. Domina la ciencia del escaque con una maestría desconocida para mí. Tuvo soluciones para todos los ataques que preparé y mueve las piezas con una precisión increíble. No he podido contemplar ninguna mala jugada.
        Sams al-Rachid dejó pasar unos momentos de silencio antes de atreverse a preguntar:
        —Entonces, ¿crees que podría ganarme?
        —Por voluntad de Alá, debo ser sincero con mi rey. Creo que vos, majestad, sois un jugador sapientísimo. Yo mismo he sido vuestro maestro y he comprobado con satisfacción que me habéis aventajado. Sin embargo, debo decir, en servicio al Altísimo y a vos, que el soldado os supera en conocimientos sobre el juego.
        —Responde con claridad a mi pregunta. ¿Crees que puede ganarme?
        El visir, muy serio, respondió:
        —Me temo que sí, majestad. Además oí comentarios en el campamento aclamando a Hátim-l-Kurá como el mejor jugador del reino. Algunas voces piden ya un enfrentamiento con vos.
        Al oír esto, Sams al-Rachid montó en cólera, se rasgó las vestiduras y abandonó el salón. El visir tuvo que esperar largo tiempo antes de que su señor regresara. Éste, con el semblante ceñudo y las manos cogidas por detrás de su cuerpo, atravesó el salón y fue al balcón. Desde allí contempló la ciudad, adornada con las voces de los mercaderes, el trajín de los compradores y el ruido de los caballos. Permaneció pensativo durante un rato, mirando el horizonte. Tuvo entonces, por inspiración del Maligno, una idea perversa, cosa rara en él, ya que era muy virtuoso.

 

[...]

 

 

 

REPRODUCCIÓN COMPLETA DE LA PARTIDA A GOLPE DE RATÓN

(Carga la partida nº 3)